lunes, 20 de septiembre de 2010

Los Santos Inocentes.




    Recuerdo, que cuando era pequeño, en casa, vi algunas secuencias salteadas de la película "Los Santos Inocentes". Los recuerdos pueden coquetear con el olvido y volver a la vida en cualquier instante; no importa el tiempo que transcurra, siempre acaban regresando. En el instituto, mi profesora de Lengua y Literatura nos puso a toda la clase la película de mis recuerdos: la oscura y claustrofóbica versión cinematográfica que Mario Camus hizo de la novela homónima de Miguel Delibes. Y recordé el temor que desde hacía años se había instalado en mi memoria. El cine tiene esa magia. Todavía tiemblo cuando recuerdo el largo y lacio cabello rubio de Caroline sobre una especie de pijama rojo (supongo que sería la Caroline de la segunda o tercera entrega de la saga Poltergeist y no la Caroline de la primera, puesto que esta última la volví a ver y no apareció ningún pijama rojo... y es que a los recuerdos del pasado hay que enfrentarse para analizarlos desde otra perspectiva.) 

    Y así, cuando mi profesora nos convocó para ver la película los recuerdos se me dispararon, y el miedo se transformó en frustración y, sobre todo, en agobio y desesperación. Los Santos Inocentes es una de las películas más claustrofóbicas con las que me he enfrentado aunque, lo cierto, es que el recuerdo de ese segundo visionado ahora también está coqueteando con el olvido, tornándose en imágenes difuminadas y sonidos distorsionados.

    Me sorprendo al recordarme entre risas mientras veía a un Azarías meándose las manos y llamando a su milana. Me frustro al pensar en toda una clase de apenas 16 años jactándonos de un pobre deficiente que amaba a un alado animal. ¿La adolescencia?, ¿la inmadurez?, tal vez. Pero sí que me reconozco al visualizarme asustado ante los gritos de La Niña Chica, al sentirme aterrorizado ante la repetitiva e hilarante música que tronaba en sus secuencias más decisivas y me enorgullezco al ver una clase de apenas 16 años callada ante un asesinato con una cuerda y un árbol.

    Hace unas escasas semanas me enfrenté al verdadero artífice de la historia. El libro de Miguel Delibes es corto. Demasiado. En menos de una tarde puedes saciarte de todas sus páginas. Seis capítulos en los que sólo hay 6 puntos (seguidos y aparte), los que separan un capítulo del otro. No hay más, el autor se apoya solamente en el uso de comas para hilvanar una historia de señoritos y criados de la España más castiza. Por eso, "Los Santos inocentes" me recuerda a ese "Otoño del patriarca" de Gabriel García Márquez, en la forma de presentárnoslo. Ambos escritores, versados en el uso de la palabra, en  el vocabulario castellano y, en como demuestran en estos dos libros, en el engaño en las estructuras de la lengua castellana, evidencian que no son necesarios miles de puntos para dejar boquiabiertos a lectores. Y, así, estos seis puntos me han hecho querer volver a reencontrarme con ese pasado audiovisual que forma parte de mi infancia y adolescencia. ¿Volveré a reírme?, ¿volveré a tener miedo?, no lo sé pero en eso consisten los recuerdos, en sorprenderte una y otra vez cada vez que vuelves a enfrentarte con ellos.


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